Peñuelas


Por Mónica del C. Aguirre
Al alma de mi abuelo
que aún me visita en sueños.
El rancho de Peñuelas está ubicado al norte del estado de Zacatecas, a tan sólo cinco kilómetros del municipio de Cañitas, de Felipe Pescador. El municipio, de 5 mil habitantes, está partido a la mitad por las vías del tren que cruza mercancías de México a Estados Unidos. Gracias a la vía ferroviaria hay algo de comercio local, así como un par de médicos, una clínica y una escuela primaria de infraestructura pobre y decaída ya por los años. En el resto de las municipalidades cercanas, la única actividad económica es la agricultura, la cual depende de un clima necio y semidesértico.
Los hombres del pueblo visten como vaqueros; caminan erguidos y con pasos precisos y talante orgulloso sobre las terracerías; usan pantalones de mezclilla, botas picudas de pieles exóticas; y tienen el pecho y las manos tostadas por el sol. Se transportan en caballos flacos y hablan con un acento golpeado, como si en cada afirmación hubiera una pregunta disimulada y una melodía prematura. Abunda la leche bronca, espesa y fresca, que los habitantes intercambian como trueque. Las mujeres, con delantales amarrados sobre sus holgados camisones de colores pasteles y de telas floreadas, se ocupan del hogar, de las tortillas y de las gallinas gordas.
La terracería que conduce de Cañitas a Peñuelas corre paralelo a la solitaria vía del tren; la máquina y el andar del ferrocarril, producen un sonido que viaja sin obstáculos a través del campo, sin flora robusta que se interponga, ni edificios, ni viviendas. El llano es plano y del suelo se levantan pocos árboles de ramas delgadas, lo cual permite una vista panorámica y placentera hacia los confines de la tierra. Los que van en coche o a caballo, alcanzan a ver a lo lejos los mezquites en movimiento al son de un viento bailarín, cuya danza produce un chasqueo seco, como si les crujieran tripas ásperas; y cráneos de ganado (víctimas de los coyotes salvajes de la noche) esparcidos en el camino y cuyos ojos, musculatura y viscosidades, fueron devorados por buitres hambrientos y desesperados. Los cactus permanecen firmes y, en su rebeldía, no obedecen al danzón del viento. El polvo es insubordinado e independiente, se mueve a su propio ritmo y se eleva detrás del que pasa por ahí, como si reprimiera el importuno de los visitantes que alteran la calma e interrumpen el chiflido del viento.
A mitad del trayecto se asoman Las Tetillas: dos cerros de idéntica estatura y forma que están cubiertos con faldas de cactus grisáceos. A la hora del crepúsculo, las faldas parecen estar en llamas, como si quisieran fundirse con el tenso hilo del horizonte que esconde al astro y muestra la paleta sobrecargada del atardecer.
Para entrar a Peñuelas, hay que cruzar un portón de metal que protege la entrada. La casa se encuentra al final del camino; fue construida en 1950 y nunca fue beneficiaria de una remodelación. Los muros descarapelados del interior son víctimas del tiempo estricto; las vigas de madera en el techo chillan por las noches y los azulejos que cubren las paredes de la angosta cocina, están cubiertos de grasa aferrada por tantas jornadas de freír frijoles con manteca de cerdo; pero el decorado floral de los azulejos, son la nostálgica evidencia de una época de oro.
En la sala se encontraba el dueño y administrador, Don Pepe, el cacique de Tetillas, el ganadero de reputación intachable y de ojos claros. Con su camisa de botones aperlados, sus botas puntiagudas de piel de víbora curtida, y con su cinturón piteado… escucha en la radio el amenazante avance del ejido que está despojando a los hombres de sus tierras. Oscurecía y el horizonte púrpura se desvanecía sigiloso cuando Don Pepe encendió la planta de diésel. Enseguida, prendió las luces y se puso de pie con las piernas entreabiertas, de frente a la pared en donde se encontraban colgados sus rifles de cacería y los arreadores eléctricos de ganado de colores fosforescentes. Contemplaba. A su espalda, estaban las dos camas matrimoniales en donde dormían su esposa Jovita y él; y no era porque tuvieran una relación distante, ni siquiera como el espacio minúsculo que separaba las camas, sino por mera comodidad. Don Pepe tomó uno de los rifles y limpió el cañón del arma. Cuando llegase el ejido, él estaría listo para enfrentarlos… Prefería morir, a ver cómo lo despojaban de las tierras que habían sido de su padre desde que emigró de España y desde que su corazón cambió de nacionalidad, o más bien, encontró su verídica bandera.
Cuando llegó el momento, manejó en su Chevrolet pick-up hacía la entrada de Peñuelas y esperó a los ejidatarios de pie, ante el portón de metal y con su rifle cargado. Con el sol de frente y sus diez mil hectáreas detrás, amenazó con disparar en los varios días consecutivos de su protesta. Los ejidatarios iban y regresaban. Don Pepe estaba siempre en la puerta salvaguardando sus tierras; la rabia se reflejaba en su mirada y la valentía no abandonó a su voluntad.
Al final, logró proteger la mitad de su territorio, y así fue como cinco mil hectáreas pasaron a ser ejidales. Cumplieron con la única solicitud de Don Pepe y le dejaron la mitad del terreno que estaba junto a las vías del tren. El ejido se quedó la otra mitad que estaba bajo las faldas de Las Tetillas.
Don Pepe era mi abuelo. Crecí en su rancho escuchando la historia de su enfrentamiento con el ejido. Cada vez que visualizábamos Las Tetillas a lo lejos, no faltaba quién señalara el llano de tierras abandonadas, desperdiciadas y sin sembrar, y dijera que aquello llegó a ser también de mi abuelo, y que la primera televisión en Las Tetillas la había patrocinado él, hasta que convirtió aquel espacio en un pequeño cine. Pero cuando le quitaron la mitad de su terreno, se alejó de la población de los cerros femeninos. En Las Tetillas, nunca se dejó de hablar de su leyenda.
Los mejores años de mi vida fueron en Peñuelas, junto a mis abuelos. Ahí pasé los meses de verano y de invierno mientras cursaba la primaria, la secundaria y la preparatoria en un municipio al sur de Cañitas de Felipe Pescador. Aquella dulce vida campirana, ascética y tranquila, forjó mi carácter, mi piel, mi corazón y mi filosofía.
A las siete de la mañana nos despertaba el tren que, por costumbre, pitaba cuando transitaba frente a la casa a no más de cincuenta metros. Pasaba cinco veces al día. Mi abuelo me contó que una vez se descompuso el tren justo en el momento en que pasaba frente a su casa gris de concreto y que les regaló a los mecánicos unas cervezas. Estuvo con ellos hasta que llegó ayuda desde Cañitas y arreglaron la falla. Los mecánicos se secaron el sudor y la grasa con las mangas de sus camisas a cuadros, y mi abuelo pasó la tarde conversando con ellos mientras mi abuela les cocinaba tacos de frijoles de olla con queso fresco.
Yo dormía con mi abuela, en su cama. Las sábanas eran de franela y las cobijas las recuerdo siempre de tonalidades oscuras. Cuando despertábamos, la luz que entraba por la casa era templada, suave, y si tuviera un color, diría que era plateada. Entonces, mi abuela nos preparaba a mí (desde los ocho años) y a mi abuelo, café con leche. Acompañábamos el café con Napolitanos: esos panqués de la marca Marinela que tenían una capa de chocolate con líneas blancas y que estaban rellenos con pasas. Mi abuelo aborrecía las pasas, pero tenía una peculiar obsesión por aquellos panqués, pues los desayunó hasta el día de su muerte. A mí sí me gustaban las pasas, pero como mi abuelo las espulgaba con elegancia y minuciosidad para luego juntarlas sobre una servilleta desechable, lo mismo hacía yo, aunque no con los mismos finos y pacientes ademanes (los cuales adoptaría años después). Al terminarnos los panqués, yo me comía mi montañita de pasas y después, las de mi abuelo.
Al terminar de desayunar, yo salía a montar a caballo y visitaba mis lugares favoritos de Peñuelas, los cuales, según yo, eran mi propio descubrimiento y nadie más los visitaba. Observaba a los caballos y les ponía nombres de piedras preciosas según sus colores. Durante el invierno (antes de navidad), en esas cabalgadas, mi abuela me pedía que cortara heno de los árboles para decorar su nacimiento de cerámica.
A mediodía, regresaba a casa. Mi abuela cocinaba y mi abuelo, recién bañado y perfumado, se subía a su pick-up y yo lo seguía en mi caballo. Nos deteníamos cuando nos encontrábamos a Sancho en los alrededores de la casa: un chivo domesticado que alimentábamos con cigarros sin filtro y caramelos que mi abuelo llevaba siempre consigo. Me detenía a acariciarlo y alimentarlo; siempre me llamó la atención el movimiento drástico de sus mandíbulas que parecían viajar de una oreja a otra. Visitábamos las pilas de agua, los corrales, las caballerizas y supervisábamos a los vaqueros cuando descornaban al ganado. Mi abuelo me contó que se trajo a esa raza de vacas Limousin desde Canadá. Tenían, todas, un pelaje anaranjado que contrastaba divinamente con el llano amarillezco y el manto celeste. También me enseñó qué plantas podía comer e incluso chupar, pues había unas florecillas rosas que tenían gotas de néctar suave y que endulzaban el paladar después de horas de respirar y tragar tierra árida.
Al concluir nuestras rondas, regresábamos a la casa a comer y mi abuela me ordenaba que llevara para los vaqueros del rancho: el tortillero y recipientes de peltre con salsa molcajeteada, guisados, arroz y frijoles. Al terminar de comer, mi abuela me ponía pomada De la tía (un ungüento veterinario) en las piernas, pues regresaba siempre con rasguños de los mezquites y con los tobillos y los costados de las rodillas rosados, o incluso sangrando, a causa del roce de mis botas y de mis pantalones de mezclilla con los estribos y la silla charra. Cuando las heridas eran aún más graves, mi abuelo me ponía moradito (un antiparasitario y antiséptico para el ganado) que ardía hasta el tuétano. Hablando de medicamentos veterinarios, recuerdo que mi abuelo una vez le eliminó a mi hermano un mezquino que tenía en la mano con el descornador de vacas. Sí le quito el mezquino, pero le dejó una cicatriz honda, ancha y tan brillosa que parecía haber sido pulida por los demonios.
En las tardes, jugaba cerca de las vías del ferrocarril juntando las piedritas moradas que arrojaba el tren; o hacía pasteles de tierra sobre la barda que rodeaba la casa, y veía como el calor del sol los secaba: un horno natural para la repostería de las lombrices; o al atardecer, veía a mi abuelo trabajar en el taller que estaba entre las caballerizas y el cuarto de la planta de diésel. A veces, después de comer, íbamos al cerro De la Cruz y mis abuelos hacían llamadas por la radio y en veces llamábamos a mis padres. El cerro De la Cruz era el único lugar en donde teníamos señal; era el punto más alto de Peñuelas. Y en efecto, el cerro tenía una cruz blanca enterrada en la cima. Ahora caigo en cuenta que nunca pregunté quién fue el que la colocó.
Cuando el sol se ocultaba, mi abuelo encendía la planta de diésel un par de horas. En ese tiempo tan preciado de electricidad, mi abuelo escuchaba la radio y mi abuela y yo tejíamos: ella hacía cobijas y yo cadenitas de tejido para practicar las puntadas. Antes de ponerme el pijama, mi abuela me suplicaba que me bañara, a lo que yo me negaba siempre. Mi abuelo me defendía.
—Deja a la niña hacer lo que quiera —le ordenaba mi abuelo.
En mi lógica infante, no tenía caso bañarme, pues al día siguiente volvería a ensuciarme, volvería a abrazar a los caballos sudados, y jugaría otra vez con la tierra.
Antes de las diez de la noche, mi abuelo nos avisaba que iba a apagar la planta y mi abuela y yo corríamos a lavarnos los dientes. Ir al baño sin electricidad, era un deporte extremo; la oscuridad era tan profunda que a veces pensaba con congoja que me había quedado ciega. En ocasiones, después de que se apagaba la planta, mi abuelo y yo salíamos a ver las estrellas.
—¿Sabes cuántas estrellas hay en el cielo? —me preguntó mi abuelo.
—¡Cientos! —Afirmé.
—No.
—¡Miles!
—No.
—¿Millones?
—No.
—¿Cuántas, abuelito?
—Cincuenta.
Después de contar cincuenta estrellas y de comprobar que aún faltaban más luces estelares por incluir en la cuenta, le dije:
—Estás mal, hay más de cincuenta.
—No. Escucha bien. Hay “sin cuenta”.
En una ocasión le pregunté si podía dormir afuera, sobre el césped que estaba frente a la casa; le dije que quería dormir bajo las estrellas. Me dijo que sí, como a todo. Sacó unas cobijas y una almohada y me tendió una cama. Mi abuelo me dejó y se metió a la casa que, desde mi tendido, parecía un tabique negro y gigante en contraste con la luz de la luna y las estrellas. Me puse a contemplar el cielo y a escuchar la melodía nostálgica de los grillos. ¡Me pertenecía el manto estrellado más hermoso del mundo! Una saturación de luces elegantes y mágicas. Quince minutos después de un deleite cósmico, mis huesos no pudieron tolerar el frío de aquel clima semidesértico y regresé corriendo a la casa con las cobijas en los brazos. Titiritaba. También me tuve miedo de un ataque por parte de los coyotes, de que me comieran como a las vacas. No alcancé a tocar la puerta, cuando mi abuelo me abrió la puerta y el mosquitero. Había adivinado el tiempo preciso que me tomaría regresar.
Quién diría que llegaría el día en el que sólo visito Peñuelas en mis sueños; ahí, en la vida que se desarrolla en el inconsciente, y camino nuevamente bajo las vigas de madera y acaricio las paredes frías que ahora sostienen el techo de mi valentía.
Lo que impide que visitemos ahora, fue lo que sucedió en el año 2008: un cartel del narcotráfico se apoderó de aquella casa y de aquel terreno. Se adueñaron de las tierras que mi abuelo defendió con puños blancos y bravura. Después de que lo despojaron de sus tierras, el espíritu de mi abuelo se marchitó, y con él, su cuerpo, su salud. Mi padre lo llevó a España, al País Vasco, para que conociera las tierras de sus ascendientes, pero tampoco eso logró reanimarlo. Antes de morir, pidió que lo llevaran a Peñuelas una última vez, pero la vida no es como en las películas. Nadie pudo cumplir su último deseo.
Don Pepe, mi abuelo, también está en mis sueños. Cuando lo veo en el mundo onírico, a pesar de que no estoy consciente, de alguna manera sé que ya no caminamos sobre el mismo suelo y lo abrazo… lo abrazo mucho.
Ciudad de México, 2022
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