El problema de la desconfianza electoral: el IFE
Francisco Bedolla Cancino*
En un par de semanas más concluirá el período por el que, ya en el marco de las reglas de renovación escalonada introducidas por la reforma electoral de 2007, fueron designados el consejero presidente del IFE y la segunda terna de consejeros electorales. En tratándose de una cuestión prevista en la ley, el asunto no debiera llamar mayormente la atención, pero el hecho es que a la Cámara de Diputados no parece correrle prisa para, como marca la ley, sacar la convocatoria pública y seleccionar a los cuatro consejeros que remplazarán a los salientes y, dicho sea de paso, ver cómo desatoran el engorro del proceso trunco de selección del consejero que entraría a ocupar la vacante producida por la renuncia de Sergio García Ramírez.
Así las cosas, a quince días de que expire el plazo mencionado, la conclusión inevitable es que a la Cámara de Diputados se le agotó el tiempo y que, dada la imposibilidad material de desahogar en este espacio un proceso que ni siquiera ha iniciado, ello implicará condenar al Consejo General del IFE, su órgano superior de dirección, a navegar en el limbo jurídico de una integración no sólo incompleta sino que está vez quedará por debajo de la mitad de lo establecido por la Constitución y la ley electoral federal.
Probablemente, sin que ello suene a exculpación ni mucho a menos a un descargo de la responsabilidad de los diputados federales, la razón principal de la parálisis cameral tenga que ver con la falta de una postura consensual entre las dirigencias del PRI, el PAN y el PRD en torno a los alcances que tendría la reforma electoral prometida y, de modo muy especial, la introducción de la nueva figura del Instituto Nacional de Elecciones (INE), situación a la que han abonado las diferencias suscitadas por los coletazos de la reforma educativa y por las rispideces no resueltas de la reforma fiscal.
Con independencia de las causas y de la incertidumbre que priva en el IFE, lo cierto es que quizás este escenario de desarreglos políticos y de descomposición institucional sea el telón de fondo del fin de su existencia y que, si EPN se ajusta a su plazo fatal del 30 de octubre para concluir sus tareas reformistas, noviembre marque el final de un modelo de arbitraje electoral federal puesto en práctica durante 23 años y el inicio de una nueva era, ahora nacional.
A la vista de los logros de su gestión en los primeros 13 años, casi seguramente, la nostalgia es la emoción que embargará a los creyentes en los valores de las libertades democráticas. A fuerza de inteligencia, profesionalismo y vocación, en el breve lapso de 1989 a 2000, el IFE impulsó una de las transformaciones políticas contemporáneas más sorprendentes en la historia mundial contemporánea, por medio de la cual un régimen autocrático y de partido hegemónico-dominante, anclado en procesos electorales ostensiblemente trucados, mutó a uno de competencia abierta y de comicios electorales creíbles y bien organizados. No obstante, si la mirada se enfoca hacia el tramo comprendido entre las dos últimas y controversiales elecciones presidenciales, la emoción predominante es la amargura, no sólo porque los indicios regresivos del truco y la trampa electoral son hoy apabullantes, sino también porque el IFE, sea por acción o por omisión, se ha convertido en parte del problema de la desconfianza electoral.
Si la reforma electoral en puerta determina la creación del Instituto Nacional de Elecciones, eso significaría la salida abrupta del IFE y, lo que es peor, por la puerta trasera de la historia. El detalle no es menor. Contrastada con el techo histórico del 75% de confianza alcanzado después de las elecciones presidenciales del 2000, la situación de hoy parece cercana a la prevaleciente en el momento posterior de las elecciones de 1988, que precisamente marcaron la génesis del IFE y sus desafíos iniciales de construcción de confianza en el entramado, las autoridades y los resultados electorales.
Por desgracia para quienes valoramos la democracia electoral, la crisis aguda de credibilidad electoral que el IFE heredaría al INE no parece preocupar mayormente a las elites político-partidarias, mucho más proclives a enfocar el problema electoral como un asunto de contrapeso y erradicación del control burdo por parte de los gobernadores sobre los institutos electorales locales y, por efecto de ello, de la escasa competitividad y las escasas posibilidades de alternancia en los comicios locales.
Evidentemente, el trasfondo de intrusión abierta y de control descarnado de los institutos locales por parte de los gobernadores en turno confiere sentido a la propuesta de centralización de la organización de los comicios en el INE, lo que además de traduciría en un ahorro importante de recursos y en una disminución de los problemas de coordinación en la administración de los tiempos oficiales y en la realización de las tareas de fiscalización. Sin menoscabo de ello, la pregunta relevante es, ¿cómo resolvería la constitución de una sola instancia responsable de la organización comicial los problemas de la partidización de la organización comicial, específicamente de las decisiones relativas al arbitraje de los tiempos oficiales y la fiscalización así como de la imposición de sanciones?
Si una lección ha dejado la organización de los tres últimos comicios federales, esa es que una de las estrategias básicas de las fuerzas políticas para maximizar sus posibilidades de triunfo o minimizar las de la derrota apunta a lograr el control más amplio posible de las estructuras directivas de los organismos comiciales. Las pruebas están a la vista y son irrecusables. Desde hace una década a la fecha, la integración del Consejo General ha procedido mediante negociaciones poco claras, siempre tensas, y de reparto por cuotas partidistas. Particularmente, las dos últimas convocatorias de selección emitidas por la Cámara de Diputados para el relevo de los consejeros no sólo han exhibido amaños de todo tipo y la férrea lógica partidista de las fracciones parlamentarias, sino que han terminado en componendas oscuras y en sonoros fracasos.
A tal situación, para no ir más lejos, le es directamente imputable la pérdida de la confianza institucional y la imposibilidad de revertirla. En tal virtud, y de cara a la postura ingenua de que el problema electoral básico estriba en resolver la falta de autonomía de los institutos locales mediante la centralización en el INE, urge vindicar la perspectiva distinta de que el problema es la disfuncionalidad democrática del entramado electoral federal y local, y que la condición para resolverlo es mediante la introducción de un modelo de arbitraje que ofrezca un margen amplio de oportunidades a la autonomía y al freno de la intrusión de las lógicas partidistas.
La prueba de fuego para saber si las elites partidistas están o no dispuestas a satisfacer las expectativas ciudadanas de dotar al régimen político mexicano de un árbitro autónomo e imparcial, garante de comicios libres e justos, es decir sin trucos ni ventajas indebidas, está a punto de presentarse y, seguramente, girará en torno a dos aristas centrales: la desaparición de los institutos locales, genuinos maquinarias al servicio de la voluntad del gobernador en turno, y la adopción de reglas transparentes para la elección de los consejeros, que diluya las dependencias de éstos respecto de los partidos que les promueven. Hagamos votos porque la reforma política en puerta no sea más de lo mismo que ahora hay.
* Analista político
@franbedolla
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